El 13 de mayo de 1992, el Papa Juan Pablo II instituyó el 11 de febrero la Jornada Mundial del Enfermo. Al proclamar la fecha, declaró lo siguiente:
«…He decidido instituir la Jornada Mundial del Enfermo, que se celebrará el 11 de febrero de cada año, memoria litúrgica de la Virgen de Lourdes… La celebración anual de la Jornada Mundial del Enfermo tiene, por tanto, como objetivo manifiesto sensibilizar al pueblo de Dios y, por consiguiente, a las varias instituciones sanitarias católicas y a la misma sociedad civil, ante la necesidad de asegurar la mejor asistencia posible a los enfermos…»
El 11 de febrero de 1993, en uno de los puntos del mensaje de Juan Pablo II por la celebración de la primera Jornada Mundial del Enfermo, se explicaban las razones de la conmemoración. La celebración de la Jornada mundial del enfermo -tanto en su preparación, como en su desarrollo y en sus objetivos- no pretende reducirse a una mera manifestación externa centrada en torno a ciertas iniciativas, aun cuando éstas sean encomiables, sino que desea alcanzar las conciencias para hacerles conscientes de la valiosa contribución que presta el servicio humano y cristiano hacia quienes sufren, para una mayor comprensión entre los hombres y, en consecuencia, para la edificación de la verdadera paz.
Esta, efectivamente, supone, como condición preliminar, que los que sufren y los enfermos sean objeto de una particular atención por parte de los poderes públicos, de las organizaciones nacionales e internacionales, y de toda persona de buena voluntad. Esto es válido, en primer lugar, para los países en vías de desarrollo -desde América Latina hasta África y Asia- que sufren de grandes carencias en asistencia sanitaria. La Iglesia, con motivo de la celebración de la Jornada Mundial del Enfermo, se hace promotora de un renovado compromiso hacia aquellas poblaciones, con la intención de borrar la injusticia que hoy existe, destinando mayores recursos humanos, espirituales y materiales, según sus necesidades.
En este sentido, deseo dirigir un llamamiento especial a las autoridades civiles, a los científicos y a todos cuantos viven en contacto directo con los enfermos. ¡Que su servicio no se haga jamás burocrático y lejano! Deseo sea especialmente claro para todos que la gestión del capital público impone el grave deber de evitar el despilfarro y el uso indebido del mismo, a fin de que los recursos disponibles, administrados con sabiduría y equidad, sirvan para asegurar a cuantos lo necesitan la prevención y la asistencia en caso de enfermedad.