¡Y más que un mundo, más! Cuando se muere / En brazos de la patria agradecida, / La muerte acaba, la prisión se rompe; / ¡Empieza al fin, con el morir, la vida!
Así expresó José Martí su pesar por aquel horrendo e impune crimen en su poema «A mis hermanos muertos el 27 de noviembre». No existe alma honesta en el mundo que no haya condenado de una manera u otra aquel abuso de poder. No fue más que una expresión de impotencia del coloniaje. Una de tantas que recoje la historia. Pero esta en particular, tocó fondo dolorosamente en el pueblo cubano.
El hecho
En la tarde del 24 de noviembre de 1871 los alumnos del primer curso de Medicina estaban esperando en el Anfiteatro Anatómico la llegada de su profesor Pablo Valencia y García, quien a las 3:00 p.m. debía impartir una clase de Anatomía. Su ubicación actual corresponde a las calles San Lázaro, Vapor, Espada y Aramburo, como limitantes del cementerio y el anfiteatro anatómico colindando con éste por su lado de Vapor, hoy municipio Centro Habana.
La tardanza del profesor, por un examen que tenía en el edificio de la Universidad, motivó a algunos estudiantes a buscar otras actividades. Unos se dispusieron a asistir a las prácticas de disección que explicaba el doctor Domingo Fernández Cubas. Otros fueron a dar un corto paseo por el Cementerio de la calle Espada, que estaba al lado del Anfiteatro Anatómico. Cuatro de los jóvenes estudiantes (Anacleto Bermúdez, Ángel Laborde, José de Marcos y Juan Pascual Rodríguez) decidieron hacer travesuras montando el carruaje del cementerio que servía para transportar los cadáveres destinados a la sala de disección, y pasearon con él por la plaza que se encontraba delante del cementerio. Otro de los estudiantes (Alonso Álvarez de la Campa, 16 años) tomó una flor que estaba delante de las oficinas del cementerio.
Los jóvenes estudiantes reían y se divertían, algo propio de la edad. Sin embargo, el vigilante del lugar Vicente Cobas, no lo entendió así, y mortificado y enfurecido, porque los estudiantes supuestamente habían estropeado su jardín, decidió hacer una falsa delación al gobernador político Dionisio López Roberts, en la que acusaba a los muchachos de haber rayado el cristal que cubría el nicho donde reposaban los restos del periodista español Gonzalo Castañón.
Al día siguiente 25 de noviembre de 1871, llegó el gobernador Dionisio López Roberts al cementerio y a la Universidad colindante, dispuesto a apresar a todos los esudiantes que pudiera. Primero trató de arrestar a todos los estudiantes de segundo curso, pero su profesor Juan Manuel Sánchez Bustamante y García del Barrio se opuso enérgicamente.
Entonces se dirigió al aula del primer curso. Su profesor Pablo Valencia y García se asustó y no impidió que 45 de sus 46 estudiantes fueran arrestados, directamente en su aula universitaria.
Los estudiantes fueron procesados en juicio sumarísimo 2 veces. El primer juicio comenzó al día siguiente 26 de noviembre, bajo las órdenes del Segundo Cabo, General Crespo, por encontrarse ausente el Conde de Valmaseda. El juicio dictaminó sentencias suaves, algo que no fue aceptado por los Voluntarios al servicio del Gobierno español, amotinados frente al edificio de la cárcel, quienes manifestaron su inconformidad con las sentencias y exigieron que se formara otro Consejo de Guerra más severo.
Inmediatamente se forma un segundo Consejo de Guerra, que siguió deliberando hasta el día 27 al mediodía, sopesando la cantidad de estudiantes a condenar a la pena máxima. Al final, decidieron que ocho estudiantes serían fusilados. Los cinco primeros fueron fáciles de escoger: los cuatro que pasearon en el carrejón, y el que arrancó la flor. Los otros tres estudiantes fueron escogidos al azar entre el resto, como escarmiento.
El Consejo de Guerra firmó la sentencia a la 1:00 p.m. y leyó el fallo. Ocho estudiantes debían morir. Del resto, 11 fueron condenados a seis años de prisión, 20 a cuatro años, y cuatro a seis meses, además de que los bienes de todos quedaron sujetos a las responsabilidades civiles determinadas por las leyes.
Contrario a la pintura más conocida, a los estudiantes los asesinaron de dos en dos, con las manos atadas a la espalda, de rodillas y de espaldas al pelotón de fusilamiento. De la sentencia definitiva al momento final apenas pasaron poco más de tres horas. Casi siglo y medio después, todavía los mitos y la realidad se entrelazan para contar esta historia de horror y tristeza.
Aunque España trató de apartar este suceso de la Guerra de los Diez Años que en ese momento estaba desarrollándose con toda fuerza en Cuba, estaba claro que este fusilamiento pretendía aterrorizar a la población cubana dando un escarmiento ejemplar, para frenar el sentimiento independentista de los cubanos, aunque el resultado fue todo lo contrario. Tanto el abominable crimen, como el inconcebible proceso judicial que lo precedió, contribuyeron a reforzar estos sentimientos independentistas.
Voces
Con solo 19 años, Fermín Valdés Domínguez ya tenía en su historia la fundación junto a José Martí del periódico «El Diablo Cojuelo» y una condena de seis meses acusado de infidencia. Sin embargo, quizás durante toda su vida nunca estuvo tan cerca de la muerte como en aquellos días de 1871. Fermín fue uno de los estudiantes conducidos a prisión en la tarde del 25 de noviembre.
«Momentos fueron aquellos terribles para nosotros; aquella galera era nuestra capilla. Aquella ansiedad, que no era mayor que la de toda la noche y todo el día, duró una hora. Todo indicaba que iba a consumarse el crimen, pues la capilla de la cárcel esperaba ya a las víctimas; una compañía de Voluntarios la custodiaba, y aun no sabíamos quién había de morir».
En el segundo Consejo de Guerra, Fermín y una decena de estudiantes recibieron la condena de seis años de cárcel. Otros debían cumplir penas de cuatro años. No obstante, luego de varias gestiones y gracias al escándalo desatado en algunos países por el fusilamiento de los jóvenes, a mediados de 1872 el Rey Amadeo I firmó un indulto para todos y sin rehabilitarlos públicamente los deportó a España.
Nada más llegar a aquel país, Fermín comenzó un titánico trabajo para denunciar la injusticia cometida con sus compañeros muertos. En el primer aniversario de los hechos circuló por Madrid un impreso que recordaba a los estudiantes y en años sucesivos publicó varias ediciones de su libro «Los Voluntarios de La Habana en el acontecimiento de los estudiantes de Medicina».
Junto a ello, en enero de 1887 logró que uno de los hijos de Gonzalo Castañón confirmara la normalidad del nicho de su padre, un testimonio que echó por tierra la justificación empleada 16 años antes para fusilar a los estudiantes. A su vez, impulsó la exhumación de los restos de sus compañeros y recaudó fondos para erigir el actual monolito funerario. Más tarde, él también reposaría allí.
Teodoro Zertucha tenía diecinueve años cuando ocurrieron aquellos funestos sucesos y no se encontraba allí aquella tarde. Cuando lo entrevistaron en noviembre de 1946, contaba con 94 años de edad y permanecía recluido en la Sala Inclán en la Quinta Covadonga, en La Habana (hoy Hospital «Salvador Allende»).
Este venerable anciano, al igual que Fernándo Méndez Capote, eran en aquella época, los únicos supervivientes que existían de aquellos trágicos acontecimientos. Increíblemente el doctor Zertucha estaba muy lúcido. Recordaba todo, o casi todo lo ocurrido con sus compañeros de clase.
Por unas amistades se enteró de que los Voluntarios tenían cercados en el aula a sus compañeros. No obstante, decidió presentarse y correr la misma suerte que ellos.
Dijo Zertucha: «Ni mis compañeros ni yo habíamos cometido delito alguno para que se nos detuviera… No tuve dificultades para entrar. Me dejaron hacerlo con la pasión del que ha tendido una trampa y espera, sin impacientarse, a que sus víctimas vayan cayendo en la misma».
«Los presos nos comunicaron entonces que fusilarían a dos. Las voces volvieron a rugir. Otro toque de silencio y la muchedumbre de Voluntarios y toques de silencio, así fuimos enterándonos que se fusilaría a ocho… Consternados nos mirábamos unos a otros. ¿Quiénes de nosotros serían los elegidos para ser llevados al paredón?»
«Separaron primeramente a los cuatro que habían confesado que en el Cementerio, una tarde, habían tomado el carro donde se conducían los cadáveres de los pobres de solemnidad, para dar una vuelta por dentro del mismo Cementerio, mientras llegaba el profesor.»
«¡Qué ajenos estaban ellos cuando dieron aquella vuelta, que estaban sellando sus destinos y que en ese mismo carro, unas horas más tarde, se llevarían sus cadáveres al cementerio!»
«Alonso Álvarez de la Campa fue también sacado. Había jugado con un rosal arrancándole una flor. Ese era todo su delito. Con él se completaban cinco. Los colocaron en una bartolina. Faltaban tres. Vimos entonces venir hacia la galera donde estábamos a un coronel de Voluntarios, seguido de varios oficiales. Traía en las manos un papel. Leyó tres nombres. Uno era Bermúdez, sí, Anacleto Bermúdez. Otro era Marcos Medina. Del tercero no puedo acordarme ahora. Pero con esos tres completaban los ocho».
«Vimos entrar ocho curas. Eran los confesores. Media hora más tarde vimos salir a nuestros compañeros. Iban con las manos esposadas. Junto a cada uno de los condenados marchaba el confesor pidiendo al cielo que recibiese aquellas almas inocentes.»
«Marcharon por entre una doble fila de Voluntarios que los miraban indiferentes. Levantando las manos esposadas cuando pasaban por cerca de nuestra galera nos decían adiós. Iban serenos. Yo los vi ir…»
Historias
La muerte de cinco hombres negros el mismo día del fusilamiento de los estudiantes de Medicina es tal vez la más mítica y desconocida de las historias que hasta hoy llegan en torno al 27 de noviembre de 1871.
Para unos, aquellos hombres pertenecían a la sociedad secreta Abakuá y se lanzaron casi al suicidio en cofradía con uno de los suyos. Para otros, ese acto es la muestra para negar que no todos los cubanos quedaron indiferentes ante el crimen.
Sin embargo, todos coinciden en un elemento: al parecer en el acto murieron cinco negros liderados por el hermano de leche de Alonso Álvarez de la Campa, el más joven de los estudiantes condenados. De hecho, esa es la versión que sostiene la película cubana «Inocencia», inspirada en los sucesos del 27 de noviembre.
Desde el 27 de noviembre de 2006 los miembros de la sociedad Abakuá realizan una peregrinación hasta un jagüey situado en la esquina de Morro y Colón en La Habana Vieja, el lugar donde según la tradición cayó uno de los negros aquel día. Luego siguen su recorrido hasta el templete erigido en el sitio donde murieron los estudiantes. Lo cierto es, que la historia de los cinco negros muertos casi junto a los estudiantes de Medicina, aun necesita conocimientos mayores.
Homenaje
Cada 27 de noviembre es preciso recordar la valía de jóvenes como aquellos, una cualidad casi inherente a los que son y serán profesionales cubanos de la Salud. La profesora, doctora e historiadora María del Carmen Amaro, recuerda ser muy pequeña cuando en su natal Matanzas escuchó hablar sobre el trágico suceso, porque, además de la injusticia, un hijo de la Atenas de Cuba, Carlos de Jesús Verdugo y Martínez, de solo 16 años, contaba entre los condenados a muerte y quien, además, no se encontraba tan siquiera en la Capital cuando ocurrieron los hechos.
Como esos jóvenes que recién comenzaban su vida en el camino de la Medicina, nuestros médicos tienen amén de la profesionalidad, grandes baluartes: las aptitudes y los valores. Por eso recordamos la fecha, por eso y porque la vida vuelve a colocar coincidencias históricas en este noviembre, todas para recordar el gran sentido humanista de nuestro pueblo y sus galenos.