Sus ojos negros, como noche cerrada, resaltan en su rostro cubierto casi, totalmente, por el nasobuco verde. La cofia “símbolo de pureza y servicio a la humanidad” adorna la cabeza de la joven enfermera, quien bajo del primer torrencial aguacero de mayo ha hecho su entrada en la Unidad de Cuidados Intensivos del hospital pediátrico Octavio de la Concepción de la Pedraja.
Anda toda vestida de verde hasta las botas de tela. Así es como suelen permanecer dentro de las salas de terapia intensiva. La espera una nueva noche de guardia; sin embargo, se le ve contenta y dispuesta, como siempre.
Nada ni nadie hace que incumpla con su deber. Ha regresado a su lugar del cual es parte hace cinco años, tras haber participado como integrante del primer equipo de enfermeras pediatras en el hospital militar Fermín Valdés Domínguez, en la atención de niños sospechosos al coronavirus SARS-CoV-2.
En la licenciada Yunelquis Sánchez Ávila tuvo el hospital infantil su primera representación en el enfrentamiento, cuerpo a cuerpo con la COVID-19, en la zona roja, como se le llama a los lugares donde están los casos sospechosos o confirmados, cuando comenzaba en la provincia el enfrentamiento a la pandemia.
La muchacha de solo 28 años de edad recuerda que estando de guardia en la Terapia la llamaron para solicitar su disposición de ir al hospital militar. “Claro que sí, pueden contar conmigo”, respondió y acto seguido hizo una llamada crucial.
Debía preguntarle a su mamá si podía quedarse con Brayan Alain, su pequeño de siete años de edad. Del otro lado de la línea telefónica, desde Las Casimbas, municipio de Calixto García, su madre, consejera y brazo derecho para lograr todo lo alcanzado hasta ahora, le daba su aprobación, pero con una recomendación precisa: “Cuídate mucho mija”.
Con el consentimiento y encargo materno, la comprensión de su esposo, la ayuda de toda la familia y el reconocimiento de sus colegas, Yunelquis marchó a cumplir con la responsabilidad encomendada, sin el más mínimo reparo, aunque por la preparación recibida sabía, de antemano, de las características y complejidad de la misión a desempeñar y en la cual no podían existir olvidos y era darlo todo por sus pacientes.
“En la noche del día 11 de abril me incorporé, debía recibir a una joven de 17 años de Banes, quien fue la primera paciente de edad pediátrica que tuvimos. A ella y su padre los atendimos cinco días hasta que la prueba de la PCR llegó negativa. Ese resultado lo celebramos como si hubiera sido la fiesta de nosotros. Al ellos regresar a su casa también lo hicimos junto a las otras tres enfermeras que se nos habían unido y dos pediatras, para mantenernos en vigilancia, aislados y listos a regresar en cuanto otros menores ingresaran”, recuerda a media voz.
Casi sin desempacar sus pertenencias la enfermera sería llamada de nuevo a ocupar puesto en el “cráter del volcán”. Ahora sí tendría más casos en dos salas, con los eventos de Banes y Gibara, en su mayoría de niños de dos y tres años, los que junto a sus padres ocuparían camas para su tratamiento y vigilancia durante las 24 horas del día.
Aunque no tuvo pacientes ventilados y todos resultaron negativos cada jornada fue de mucha tensión. Los minutos y horas se complicaban, porque había que garantizar tratamientos y tomas de temperatura sin fallos; dar aerosol a algunos; ayudar a padres y niños a calmar la ansiedad por estar lejos de la familia y la casa, mantener la higiene estricta de las manos, la limpieza con cloro de las superficies; cumplir con el cambio del nasobuco a las tres horas de uso y como asunto elemental, el cumplimiento de las medidas de bioseguridad para evitar el contagio.
Con el brillo característicos de sus ojos negros cuenta del extraordinario equipo que formaron las cuatro enfermeras con los dos los médicos Ever y Michel, también del hospital Pediátrico; de la alegría con la cual recibían cada resultado negativo, de cada una de las emotivas despedidas a los 17 niños con sus padres, tras haber “burlado” a ese enemigo invisible al cual se enfrentaron.
Además, supo y habló de temores y peligros afrontados en cada turno de trabajo de 12 horas, porque cabía la posibilidad de la infección y era la primera vez que se enfrentaba a un virus, una enfermedad causante de millones de infestados y miles de muertes.
Del descanso recordó que era muy poco y en el propio hospital, donde les habían habilitado un pequeño cuarto para aliviar el agotamiento y tensiones del trabajo. Sintió el agradecimiento cotidiano de sus pacientes, a los que acogió como parte de la familia, aunque hoy no pueda reconocerlos de verlos en la calle, porque nunca viera sus rostros protegidos por el indispensable nasobuco.
Los recuerdos de los 17 días entre pacientes, después de los otros 14 de aislamiento en el propio hospital antes de regresar al hogar y luego otro tiempo similar de recogimiento hogareño se le agolpan a la joven, a quien la animaron a vencer el peligro o los deseos incontrolables de estar junto a su pequeño el amor a la profesión, por la cual apostara desde muy niña cuando correteaba por los campos de Las Casimbas.
Ahora de vuelta a su hogar, los suyos y al trabajo, Yunelquis valora la experiencia como única, porque a decir de ella “estás frente a frente a un enemigo invisible y letal, contra el cual debes protegerte y luchar por vencerlo, a partir de tu responsabilidad como profesional de la salud y como una persona más”.
Por eso su mayor deseo es lograr vencer a ese mal, para así volver a la vida normal, que para ella es decir, ir todos los días a ver a su niño y abrazarlo sin temor.
La joven, quizá no lo reconozca o no lo haya interiorizado así, pero con su humildad y aporte especial a la lucha contra la pandemia y por la vida, hace honor a la francesa Florence Nightingale, pionera de la enfermería profesional moderna, cuyo aniversario 200 de su nacimiento se celebra este 12 de mayo, por lo cual en su honor la Organización Mundial de la Salud declaró el 2020, Año Internacional de las Enfermeras, Enfermeros y Matronas.